
Entraba la noche cuando los portadores de la imagen se acercaban a los primeros caseríos de Riogordo, donde decidieron pernoctar. Pidieron albergue en una posada y depositaron la talla en la cercana ermita de San Sebastián, que en aquellos momentos estaba en período de restauración. A la mañana siguiente fueron a buscar la imagen para continuar su camino. Sorprendidos y asombrados comprobaron que su esfuerzo resultaba inútil: no logran levantarla. Incomprensiblemente había aumentado su peso hasta el extremo de que no podían moverla.
Ante lo insólito de la situación, recurrieron a la ayuda de los vecinos de Riogordo, que intentaron levantar al Nazareno sin éxito. No había forma de desplazar la imagen por más hombres que arrimaran el hombro. Alguien insinuó que quizá Jesús Nazareno no quería seguir el camino y prefería quedarse en el pueblo y que, en la que se hallaba, era su capilla. Y esto fue lo que ocurrió. Se aceleraron las obras de restauración de la ermita, hasta entonces de San Sebastián, para albergar en su interior a la talla antequerana y pasar a denominarse de Jesús Nazareno, que desde entonces es valedor de los riogordeños.
Es tal la devoción que siente el pueblo por la imagen, que lo primero que hacen los mozos cuando van a cumplir el servicio militar es retractarse de uniforme para que su fotografía pueda ser prendida en el manto del santo. Y a él recurren siempre que se encuentran en apuros, pese a no ser el Patrón de la villa. Cuando les afecta la sequía, hecho que se produce con frecuencia, acuden a la ermita con una original petición. Uno de los vecinos invoca al santo con las siguientes palabras: “¡Viva nuestro padre Jesús Nazareno!”, a lo que la muchedumbre congregada responde como una sola voz: ¡Agua!.
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